Fe en la Eucaristía

Palabras del Pbro. Víctor Urrestarazu, vicario delegado del Opus Dei en Paraguay, con ocasión del año de la Eucaristía. Publicado en el diario Última Hora el domingo 10 de octubre.

Pbro. Víctor Urrestarazu

Con la solemne puesta en marcha del Año de la Eucaristía, que comenzamos a recorrer hoy, el Santo Padre desea que todos los cristianos renovemos nuestra fe en este augusto sacramento, el principal de todos, que no sólo nos comunica la gracia divina sino que nos da a su mismo Autor: Jesucristo Señor Nuestro, con su cuerpo y su sangre, con su alma y su divinidad.

La presencia callada y real de Cristo en la Hostia Santa constituye un claro desafío para nuestra fe. Santo Tomás de Aquino, en su famoso himno Adoro Te devote, ya decía que “la vista, el tacto, y el gusto, se equivocan sobre Ti, pero basta el oído para creer con firmeza”.

En efecto. Al Señor no le vemos con los ojos de la carne, pero sí que podemos verle con los del alma. Justamente el pasaje evangélico de hoy describe la alegría de Jesús al encontrar al menos un hombre de fe, entre los diez a quienes benefició con un milagro.

El milagro de la Eucaristía exige, por tanto, nuestra fe, también como una muestra de agradecimiento.

Santa Teresa de Jesús, otra gran Maestra de la vida interior, pensaba que Cristo se quedó allí escondido, precisamente, para que no tengamos miedo de acercarnos a El con confianza: si El estuviera irradiando todo el peso de su gloria y el esplendor de su majestad divina, quizá no nos atreveríamos a ponernos en su presencia.

Otro santo, más reciente, Josemaría Escrivá de Balaguer, con la intuición característica de las almas enamoradas, explicaba de esta manera el por qué de ese quedarse del Señor con nosotros. Decía, en una homilía prounciada en 1960: “Considerad la experiencia, tan humana, de la despedida de dos personas que se quieren. Desearían estar siempre juntas, pero el deber -el que sea- les obliga a alejarse. Su afán sería continuar sin separarse, y no pueden. El amor del hombre, que por grande que sea es limitado, recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía, con una dedicatoria tan encendida, que sorprende que no arda la cartulina. No logran hacer más porque el poder de las criaturas no llega tan lejos como su querer.

Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda El mismo. Ir al Padre y permanecer con los hombres”.

Pongámonos, como meta personal para los próximos meses, mejorar nuestro amor a Jesús en la Eucaristía. En la carta apostólica del Santo Padre, publicada anteayer sobre este gran misterio, encontraremos abundante materia de meditación...